«Salida del vuelo AT 2332 con destino a Buenos Aires. Embarquen por la puerta D 33». Y la fila empezó a formarse a mis espaldas; una azafata con facciones bien marcadas y un perfecto moño puntuando su figura de signo de interrogación inicial, pues su panza daba cuenta de su preñez, tomó mi billete junto al pasaporte, ambos humedecidos por mi sudor. «Que tenga un buen viaje». No le contesté, en ese momento recordé algo y la lengua se me contrajo con el resto del cuerpo; había metido la mano en el bolso para sacar un caramelo, los nervios me secan la boca y hacía mucho que no viajaba tan lejos de casa, y de pronto una imagen salió de entre mis cosas como si quisiera venir a mi encuentro «¡Las llaves!», las había dejado en el clavito que hay junto a la puerta, con las prisas, los nervios y Schrödinger ahí parado, mirando… con esa cara de gato, con esos ojos de gato, sabedores de que me iba para no regresar en mucho tiempo…

Me quedé parada, perdida en el fondo de mi bolso, con el pasaporte en la mano mientras la gente empezaba a cuchichear «Señora, puede pasar», escuché que me decía la azafata, y regresé al aeropuerto, porque me había ido, y tanto que me había ido. Saqué mi teléfono para llamar a Tomás y escuché la misma voz: «Señora, recuerde que durante el vuelo no puede tener conectado el móvil, camine por favor». Esa azafata estaba empezando a molestarme, pero no le dije nada, tomé aire y me adentré en la pasarela mientras marcaba el número.

«Dime Sofía, ¿aún no sale tu vuelo?». Escuché al otro lado de la línea. Cómo me alegré de oírlo por favor, le dije que me había dejado la copia de sus llaves dentro de casa. Con los nervios, las prisas… no las pude esconder donde acordamos, y entonces me llamó desastre y me hizo la gran pregunta: «¿qué quieres que haga, llamo al cerrajero?». Puta pregunta de mierda.

Ya estaba entrando en el avión, la tripulación me dio la bienvenida pero a ellos tampoco les respondí, nuevamente había migrado del aeropuerto. «Cómo vas a llamar al cerrajero» pensé yo mientras me despellejaba la yema de los dedos «¿Qué cerrajero va a cambiar el paño de una puerta que no abre tu casa?», el dedo índice ya me sangraba «¿Será que lo hacen sin preguntar, porque… quién sale de casa con las escrituras o el contrato de alquiler?, ¿imaginas pasearlas del trabajo a la compra, al cine…?». Se me escapó una risa pensando en la situación «si no me acuerdo de las llaves cómo voy a acordarme de las escrituras, sería absurdo, es imposible que un cerrajero pida comprobante de titularidad». Y de nuevo angustia mientras seguía caminando por el pasillo del avión, sin prestar atención al número de los asientos «¡Mierda! Qué fácil es que le entren a una en casa». El pulgar también comenzó a sangrar, y entonces escuché a Tomás por el auricular: «Sofi ¿sigues ahí? ¡Di algo joder!». Esta vez había emigrado del aeropuerto y de la misma conversación a la que inmigré por primera vez «Sí sí, sigo aquí», le contesté casi llegando a la cola del avión «Bueno, entonces qué hago» me dijo, y yo le respondí que llamara al cerrajero «¡Claro!», me preocupaba Schrödinger ¿sabes? Ese puñetero gato mostoso que se suponía que solo estaría por unos días y que había terminado apoderándose de mi casa. Y yo, preocupada por si pasaba hambre o si su arenero se llenaba de mierdas.

Regresé sobre mis pasos en busca de mi asiento, ya había más pasajeros colocando sus bolsos en los maleteros, sentí sus miradas clavarse en mi nuca cuando los incomodaba con mi vuelta, no les gustó demasiado que hiciera tapón en el embarque, esa prisa característica de la posmodernidad «Menuda panda de imbéciles» pensé yo.

En fin, ahí estaba; F23, ventanilla, de momento sin compañero de vuelo, qué suerte. Solo llevaba mi bolso así que rápidamente me senté y comencé a escribir a Tomás, necesitaba saber si había hablado con algún cerrajero, pero no conseguí más que ponerlo nervioso y que me mandara a la mierda. Entonces nos pidieron que abrocháramos nuestros cinturones y apagásemos nuestros aparatos electrónicos, y el chico de delante se levantó, miró su número de asiento y se acomodó a mi izquierda disculpándose; se había confundido y en realidad ese era su sitio «¡Mierda!», pensé «¿Algo más que pueda salir mal hoy?».

Llevábamos dos horas de vuelo y trajeron la cena, lo único comestible fue el yogurt, tuve que levantarme al lavabo por razones obvias y cuando regresé, aquel atontao estaba en mi sitio, mirando por la ventanilla «Disculpa», le dije desde el pasillo, y me contestó con una sonrisa de idiota «Perdona, tenía curiosidad, nunca antes había volado». Odio a la gente amable, siempre tan dispuesta a todo, esconden algo y lo tapan con sus caras de persona simpática. Menos mal que era de noche y con ella parece instalarse la quietud que invita a dormir. Pude perderlo de vista hasta la mañana siguiente, bueno, relativamente.

No pegué ojo, solo podía pensar en Schrödinger y en si Tomás habría conseguido contactar con algún cerrajero, y de pronto ya estaba imaginándome cómo cualquiera podría entrar en casa si le diera la gana. Entonces encendí la lucecita que hay sobre los asientos para leer un poco y no darle vueltas a la cabeza, pero el pánfilo de al lado empezó a murmurar mientras intentaba darse la vuelta, como si esa mierda de luz alumbrara algo, me entraron ganas de zarandearlo «qué fácil sería todo si no hubieran más personas en el mundo», pensé mientras apagaba la luz.

-Sofía, sos capaz de rescatar algo agradable de esta experiencia de viajar a la Argentina, algo que te haya pasado más allá del ajetreo y el estrés propios de un cambio así.

-Llevo un día aquí y todo lo relevante que me ha pasado hasta llegar a tu consulta te lo acabo de contar.

– Y ¿podés decirme cómo te habría gustado que se desarrollara todo?

-Sí claro, que hubiera llegado una puta invasión alienígena a tomar las calles del mundo y por Estado de Alarma no se pudiera salir de casa ¡A la mierda todo y todos, estoy harta!

-¿Estás segura de que no salir, no relacionarte… es la solución? Te dejo pensándolo para la próxima sesión.

Alba Gimeno
Valencia